Últimamente, vengo subestimando a los taxistas. O, por lo menos, pifiando en las presunciones. Hace un par de días, cuando abordé uno, el conductor era un señor de unos 55 años, con chaleco anticuado, pelado, canoso. Nunca podría haberme imaginado a alguien menos moderno. Es por eso que grande fue mi sorpresa cuando conectó, primero, su mp3 al stereo del auto (no creí ni que supiera lo que era un mp3). Pero mi asombro se acrecentó cuando comenzó a sonar la música, que no fue tango, no fue folklore, no fue jazz, no fue blues, ni siquiera fue una progresiva vieja: fue reggaeton.
Otro episodio se dio con un chofer que ya me llevó varias veces (como en el laburo siempre llamamos a la misma empresa, ya conozco a casi todos los tacheros). Gordo, de unos 45 años mal llevados, con una risa fácil y molesta, estridente. Papada prominente, se reía con cualquier broma corta y simple que tirase el conductor del programa que tenía puesto en la radio. Un tipo que laburaba para ganarse el pan, haciendo lo poco que sabía, que podía, lo que le alcanzaba. Un medio pelo, sin mucho conocimiento ni cultura. Otra vez, mis prejuicios iban a condenarme cuando nos pasamos el último viaje que compartimos conversando de teatro, intercambiando autores interesantes, haciendo memoria con ciertas cuestiones geográficas. La tenía mucho más clara que yo.
Como yapa, les dejo el tema que recuerdo de mi jornada con el taxista del primer relato, lo último de lo último (ni yo la tenía).
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